Edith Agúndez Márquez comprendió que
el torvo sujeto que acompañaba a su amiga ocasional le haría daño e intentó
entrar a la recámara donde estaba durmiendo su hijo. Por un momento creyó que
la golpearía junto al niño. El valentón le dio un puñetazo en la frente, la
dama cayó seminoqueada en el sillón de la sala.
—Esto es para que
recuerdes que con la señorita Paloma no te metas. —la amenazó.
— ¡Aghh! —Alcanzó a balbucear Edith; enseguida
hizo esfuerzos para cruzar el pasillo; pero otro golpe, que ahora le quebró los
huesos de la nariz, le hizo saber que el hombre era más fuerte que ella. La
sangre brotó en forma abundante, impregnando el piso y la pared.
—¡Pinche
puta!, también quiero que entiendas que dejes en paz al señor Romo...
-- ¡¡Déjame!!
—Gritó desesperada— ¡Déjame entrar por mi niño...
El individuo la agarró de los cabellos,
tomó la tijera que estaban sobre la barra de la cocineta, le enterró medio
centímetro en el cuello.
—Para que no se te olvide —le
advirtió al volver a enterrar la punta de las tijeras, pero ahora sobre el
hombro izquierdo.
—Por favor —suplicó Edith. De pronto,
cambió su actitud sumisa—…: ¡Dile al puto del Bito que lo voy a matar junto con
esa mocosa!...
El hombre la zarandeó, la golpeó con
los puños.
—Más vale que te dejes de chingaderas. —le dijo al momento de
picarle con las tijeras el pezón izquierdo. Desesperada, intentó zafarse, se dejó caer de rodillas pero
lo único que obtuvo fue golpearse contra el piso. El torturador la levantó de
los cabellos, le pegó con el puño en el pómulo derecho, repitió los golpes una
y otra vez; la sangre salpicaba hacia las paredes y sobre el piso del pasillo
entre la sala y las recámaras.
— ¡Dale, puto! —le gritaba Edith quien,
ahora, se dio cuenta de que sólo la quería asustar.
— ¡Déjala! —intervino de pronto la otra
mujer como dando a entender que no estaba de acuerdo con la golpiza.
El desalmado empujó a la defensora hacia los
sillones, donde trastabilló; arrastró a su paso, con los brazos extendidos, un
florero con tres rosas rojas que estaban en la mesita de centro. Fingió que se
había golpeado la cabeza. Entre tanto, por la mente de Edith pasaron muchas
cosas… Una cachetada la hizo volver a la realidad.
— ¡Pégame más fuerte, güey! —Le gritó con lágrimas en los ojos—
¡Pareces una pinche vieja!
Un brutal golpe con el
puño la hizo tambalear. La chaparrita tenía mucha fortaleza debido a su buen
cuidado físico. El golpeador, borracho y encocainado, al ver que no la podía
noquear, sintió angustia y desesperación; volvió a tomar las tijeras, la
arrastró por el pasillo al tiempo que le daba más piquetazos, entró a la
recámara con Edith a rastras. El niño despertó, se asustó.
— ¡No le vayas a hacer
daño!! , ¡¡No lo toques porque te mato, pendejo!!
Forcejearon sobre la cama;
el golpeador volteó a los lados, vio una plancha, la tomó entre sus manos, con
el cordón le amarró las manos, con las tijeras cortó el cable; cayeron al piso,
le clavó la punta de las tijeras bajo el
sobaco izquierdo… la dama aflojó el cuerpo.
El tipo la levantó, después la
cacheteó, la jaló hacia el baño, de nueva cuenta la agarró de los cabellos por
la espalda, la golpeó contra la taza del sanitario hasta quebrar el depósito
con la frente, le quitó el sostén, le bajó la pantaleta...
— ¡¿Qué vas a hacer?! —le preguntó su
cómplice al asomarse al baño, con el niño entre los brazos.
Los contratantes habían acordado con
los golpeadores que sacaran al niño de la casa en los momentos en que
torturaran a la mamá; pero las circunstancias no se lo permitieron.
— ¡Naaada! —Respondió el ofuscado cocaíno; al ser sorprendido en sus
negras intenciones, le recordó a su cómplice—: ¡Salte! ¡Recuerda que debes
estar afuera!
De inmediato siguió con su encargo. Le
apretó el cuello a su víctima con un gancho para la ropa, le volvió a enterrar
una hoja de las tijeras; pero esta vez se le pasó la mano: Edith se desvaneció.
El asesino sintió que se había excedido
— ¡Ven! —Le gritó a la güera que lo
acompañaba— ¡Parece que se desmayó! —le informó al tenerla enfrente.
— ¡Métela a la regadera! —Sugirió la
mujer—. Abrió la llave; el cuerpo, inerte, no respondió — ¡En la madre! ¡Está muerta! —Se asustó— ¿Qué haceeemos?—arrastró la
palabra al invadirla el miedo.
El matón pensó rápido. Como buen
conocedor de evidencias intentó arreglar la escena del crimen con la intención
de aparentar un suicidio o que el móvil
pareciera pasional: le metió la cabeza en la taza del baño, le amarró una
pantimedia al cuello, con el otro extremo la ató a la llave de la regadera.
Dejó que el agua corriera sobre el cadáver. Luego que el desalmado terminó de
alterar las evidencias, dejó un cuchillo en el baño, escondió las tijeras,
sobre una silla acomodó cintos y flores, borró las huellas dactilares lo más
que pudo. Bajo las sombras de la madrugada salieron del lugar. El agua del
tinaco, al dejar la llave abierta, se terminó tres horas después.
El asesino, al salir, cerró con llave
la puerta principal. La acompañante llevaba al niño entre sus brazos; además,
en su bolso, llevaba el teléfono celular de la difunta; lo había tomado cuando
alguien trató de hablar con Edith. Afuera los esperaba, a bordo de un carro, un
tercer cómplice. Al subir al auto, el asesino tiró las llaves por entre el
monte.
— ¡Espérate! —Pidió la güera—, aquí
traigo el celular, lo agarré cuando quiso hablar Edith.
El matón alargó el brazo,
limpió el aparato con sus ropas, lo aventó hacia otro lado; las baterías
salieron de su lugar. Se fueron impunes.
La vida cotidiana de Cabo San Lucas
volvió a su normalidad. La quietud de sus habitantes invitaba a la modorra; sólo en sus hermosas playas se veía
actividad. En Cabo, el bullicio es en las noches; por lo que sus moradores
pueden levantarse hasta media mañana, sobre todo los domingos, como este día en
que los vecinos de Edith no se percataron del asesinato, mucho menos de la
presencia de gente extraña en el lugar.
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