Peor que un
mecate de cochi
Cierto día
llegué a mi domicilio; encima de mi mujer estaba mi amigo, sigilosamente busqué
la treinta y ocho especial; me percaté de que estuviera bien, esa mañana la
había aceitado, pues mi amigo me había traído las balas que le encargué; eran
de esas balas antichaleco; tumba búfalos,
les dicen. Con un sólo tiro mataría a los dos. Con una sola detonación
destruiría mi vida y la de mis hijos, reflexioné.
Dejé el ‘fierro’ cargado sobre el piso a la
entrada de la recámara; fui por mis hijos a la escuela. Los llevé a casa de mi
hermana diciéndoles que su mamá se había ido a otra ciudad sin dejarnos
explicación alguna. Convencí a mis hijos para ir a vivir a otra población dónde
no se nos señalara por no tener mamá; donde no tuviéramos que explicar dónde se
encontraba. Cambié de profesión para que nada nos relacionara con la vida
pasada. Mis hijos lograron superar la falta de su madre, al menos así me lo
hacían saber. Sus calificaciones fueron buenas. Pasaron a la Preparatoria y
luego a la Universidad.
Una tarde que
estaban en la sala estudiando para sus exámenes semestrales tocaron a la
puerta. Me levanté de mi sillón para que ellos no se distrajeran. Abrí; la
impresión no pudo ser peor. Una mujer horrible estaba con un guarache en la
mano y los pies descalzos, sobre el cuerpo una especie de vestido que parecía
gallina contra el viento, una camiseta raída en lugar de blusa trataba de
cubrir sus caídos senos. Encima de sus hombros un trapo que alguna vez fue un
saco sport. Trató de sonreír, una mueca apareció en su rostro que se remarcó
aún más por la falta de dientes. Los ojos hundidos de tanto no dormir, la piel
hinchada por el abuso de chuqui y
tequila barata agrandaban sus pómulos. El cabello, si a eso se le pudiera
llamar cabello, carecía de brillo; se veía gris por tanto no bañarse, entre sus
escasos cabellos sobresalían hojas de tamarindo y tierra milenaria que la hacía
ver peor que un mecate como con el que se amarra a los cerdos.
A mi mente
vinieron todos los datos de ella que me hacían llegar mis familiares; decían
que rodó por el fango con uno y con otro; vivió en casas solas junto a catarrines que le acercaban un mendrugo
con una especie de caldo que preparaban con huesos de res o pescado que
encontraban en los tambos de basura.
-- ¿Qué haces
aquí? -- le pregunté resentido -- ¿Qué quieres? -- insistí lleno de amargura.
Mis hijos levantaron los ojos. La vieron. Se acercaron a ella, la abrazaron, la
besaron con ternura. No les importó el hedor de más de tres años sin que un
jabón restregara su cuerpo, de más de seis años sin utilizar perfumes que le
compraba de vez en cuando. Me retiré de la puerta. Hicieron lo mismo mis hijos
que la sentaron en mi sillón. Le
empezaron a quitar
las ramas y la tierra incrustada en la piel del cuello. Mi niña la llevó
al baño. No aguanté, salí a caminar.
Sin querer
voltee a los aparadores de las tiendas donde vi varios vestidos, entré
instintivamente. Compré el más bonito como si fuera para mi hija, luego adquirí
un par de zapatillas de su número. Pasé por el departamento de ropa íntima donde
escogí pantaletas, sostenes y medias oscuras.
Cuando regresé a
casa vi a la mamá de mis hijos sentada junto a ellos. Vestía una blusa de mi
niña y un pants de mi hijo. Dejé caer la bolsa lentamente junto a sus pies --
Que se ponga esto y que se vaya -- dije autoritariamente.
-- Papá --
respondieron a dos voces.
-- Queremos que
se quede con nosotros -- pidió mi niña. Le digo niña, pero es una jovencita de
dieciocho años.
--Yo dormiré en
el sofá -- terció mi hijo de veinte años de edad -- ya pasé mi cama a la
recámara de mi hermana para que duerma mi mamá con ella -- agregó -- para que
la cuide mientras se repone.
-- Si ya lo
decidieron, que se quede, son dos contra uno -- respondí espontáneamente.
Pasaron los días hasta que, con algunas
parejas vecinas creamos un club de amigos donde hablamos sobre la vida y sus
laberintos. Hemos aprendido a vencer el miedo, la ira, los resentimientos, la
amargura, los deseos de venganza y todo aquello que nos hace sentir mal. Hemos
aprendido a perdonar y a amarnos los unos a los otros. Hoy les puedo contar con
satisfacción que aquella mujer que llegó a la puerta de mi casa más sucia que
un mecate como con el que se amarra a los marranos; ya tiene dientes, su cuerpo
ya recobró la figura.
Hoy tenemos una
bebita de ocho meses de nacida. Mis hijos mayores son profesionales que dedican
sus días al apoyo de clubes de la vida. Aprendimos con esta dolorosa
experiencia que se debe cortar con la maldición del sufrimiento por ignorancia.
Entendimos que sólo el perdón y el amor logran una vida útil y feliz.
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